Gritó con todas sus fuerzas y no hubo nada que quedase en pie a su alrededor. Hacía tanto tiempo que no emitía sonido alguno que ella misma se sorprendió al escucharse. Algo se había roto en su interior, la garganta se había abierto a borbotones y su voz, acallada durante años, había despertado con avidez.
El sacerdote se puso en pie con dificultad. Miró a la mujer con odio. La señaló acusadoramente y ordenó a gritos que la detuviesen. Ella no estaba dispuesta a parar, ya no. Dejó escapar un nuevo grito, casi un rugido y provocó que el hombre y todos sus lacayos cayesen otra vez de rodillas. Otras voces se unieron a la suya en un coro imparable. Algunos tímpanos empezaron a romperse. El sacerdote intentaba oponerse, romper aquella brujería, levantarse incluso. Pero no tenía fuerzas para ello. Ni aliados.
Por todo el país se pudo escuchar aquel grito de libertad y de justicia. Muchos hombres se unieron a las voces femeninas. Los tiranos se escabulleron asustados. No hubo rincón en el que esconderse. Nadie más, nunca, podría acallar ni una sola de aquellas voces. Nunca más podrían hacerlo.
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