Aparecía de pronto, dibujada en las paredes. Preludiaba explosiones y ataques contra el gobierno. Pocos sabían qué criatura representaba aquella forma alargada y sinuosa. En Oblighua no había salamanquesas ni ningún otro reptil. Sin embargo aquel dibujo era ya un emblema. Y un aviso. Se temía y amaba al mismo tiempo.
Nadie había averiguado quién realizaba las pintadas. Se podían encontrar en cualquier rincón de la ciudad. Siempre en las inmediaciones de bases militares o enclaves sagrados para los esclavistas. Se preguntaban quién las hacía, si era una única persona o varias. Y, sobre todo, cómo era posible eludir la vigilancia del gobierno opresor.
Shina conocía aquellas respuestas. La pequeña vagabunda pasaba desapercibida y conocía bien al enemigo. Llevaba toda la vida ocultándose de ellos. Aquel dibujo había formado parte de las viejas páginas de un libro, uno de los mayores tesoros de su padre. Estaba sola desde que él murió en las minas. Su padre, el viajero, el que cada noche contaba historias los planetas y estrellas que había conocido. Un prisionero más en aquel planeta infecto. Por él dibujaba. Por él había jurado acabar de una vez con los esclavistas. Sus salamanquesas eran el inicio de la Revolución.
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