No quedaba nada. Aquel rincón infecto era un infierno en la Tierra, un yermo en el que era imposible encontrar nada de utilidad más que piedra y madera. ¿Qué iban a hacer ahora? El racionamiento había funcionado apenas dos meses. Ni las aves que cazaban al principio se podían ver ya. Se alimentaban a base de algas y moluscos que solo sabían a sal.
Quedarse había sido una estupidez. Muy pronto habían comprendido que pisaban unas tierras no aptas para la vida humana. Cuando llegaron el frío, el hielo y las primeras nieves deberían haber corrido como demonios. Pero allí estaban, aguardando a una muerte segura que los iba atrapando poco a poco. Puerto del Hambre era un abismo y los que intentaban habitarlo estaban en su sima más profunda.
Tomé fue el primero que lo vio entre la niebla y gritó de alegría. Un barco. ¿Sería el que esperaban con tanto ahínco? Sus ojos de marinero no tardaron mucho en averiguar que se trataba de un corsario inglés. Un enemigo. Se prepararon, dispuestos a luchar hasta la muerte. Al primer navío le seguían dos más, una pequeña flota pirata. No había defensa posible. Y, quizás, en aquellas aguas traicioneras un enemigo pudiera convertirse en la única vía de salvación. No sabía qué le esperaba si se dejaba ver, pero decidió arriesgarse, esta vez no iba a quedar atrapado en aquel maldito erial.
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